domingo, 17 de octubre de 2010

Capítulo uno: Al otro lado de las Puertas del Cielo

Miré el sol y por su posición en el cielo vi que llegaría tarde si no me daba prisa. Empecé a volar más rápido y pronto aparecieron ante mí las Puertas del Cielo. En menos de un minuto estaba parada delante de ellas. Eran doradas e increíblemente enormes.



Los dos ángeles que vigilaban a todo el que entraba y salía de las puertas, nada más verme se apresuraron a abrirlas, sin perder de vista ni un segundo las dos espadas colgadas a ambos lados de mi cintura, siempre dispuestas a ser usadas.
Los dos ángeles eran fuertes, pero me miraban con un miedo atroz y sus grandes manos temblaban. Yo estaba acostumbrada a esto y no les presté atención.
Cuando las pesadas puertas se abrieron me despedí de ellos amablemente, lo que hizo que se tranquilizaran un poco.
Entré en un patio muy cuidado en el que había una fuente preciosa, de la que siempre salía agua, y abundaba la vegetación. Había plantas de todo tipo: jazmines, amapolas, rosas, lirios...
Corrí hacia la casa traspasando el jardín a toda prisa. Entré en ella con el corazón acelerado por la carrera que me había dado para no llegar demasiado tarde.
En la entrada me estaba esperando Aaron; él era el mejor sirviente de mi amo y estaba muy orgulloso de ser el favorito. Me odiaba porque era mejor luchando que él.
- ¡Pero si es Leah! Pensé que no vendrías -me miraba enfadado.
- Sólo he llegado tres minutos tarde -le contesté con todo el odio posible.
- Lo suficiente como para que Él se enfade -me sonrió con maldad, sabiendo que iba a disfrutar al verme sufrir por un castigo de nuestro amo.
Bajé la mirada sabiendo que tenía razón.
- Vamos -dicho esto se dio la vuelta y me condujo por un pasillo, aunque yo conocía perfectamente el camino. Le seguí hasta que salimos a un patio que había justo en el centro de la casa. Tan sólo tenía unas gradas que lo rodeaban, y justo en frente de la entrada principal estaban las escaleras que llegaban al sillón en el que estaba mi señor sentado majestuosamente.
Corrí hacia Él y me puse de rodillas, inclinando la cabeza.
- Llegas tarde -en su voz se percibía enfado y desilusión.
- Lo siento, no volverá a pasar -levanté la cabeza y vi que Aaron se había puesto a su lado de pie. Me sonreía feliz y con desprecio.
- Eso espero, pero ¿sabes qué te espera por presentarte tarde, verdad?
- Sí -le miré con una mezcla de tristeza y temor de la que Él y Aaron se deleitaron. Cuando se contentaron lo suficiente con mis súplicas de piedad, que no fueron muchas, mi amo hizo una señal levantando una mano y en ese instante dos soldados me cogieron por los brazos.
Levantaron mi camiseta por la espalda y me dieron diez latigazos que soporté como pude. Mientras tanto, de reojo pude ver como Aaron me miraba gozando de cada gota de sangre que corría por mi piel; sin duda se parecía mucho a nuestro amo, que ahora sonreía viéndome sufrir.
Cuando terminaron, mi espalda sangraba y los soldados se fueron haciendo una reverencia a mi amo.
- Eres increíble -mi amo sonreía maliciosamente y complacido -Ni siquiera has llorado.
- Yo nunca he llorado -dije orgullosa. Al oír aquello Aaron me miró con odio y desdén, sabiendo que tenía razón y que Él estaba muy satisfecho por eso.
- Ahora a trabajar -Me ordenó impaciente por ver el espectáculo que se avecinaba, que una vez más, era yo quien lo representaba.
Bajé la mirada algo triste. Odiaba mi trabajo.
Me coloqué en el centro del patio y cubrí mis ojos para no ver nada. Saqué mis dos espadas poniéndome en posición de ataque y agudicé mi oído para saber por dónde vendría el primero, al que rápidamente escuché y, con un movimiento perfecto, clavé las dos espadas antes de que me pudiese atacar, matándolo al instante.
Mis ojos empezaron a cambiar de color, del azul habitual a un morado oscuro que nada bueno podía signigicar.

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